
Excerpts
Extracto de Proust Para Bañistas de Emanuele Pettener y traducido por Orianna Soublette (2025)
Así que le propuse a Altoneen continuar la conversación al aire libre. A Altoneen, el helenista más desgarbado de la Tierra, no le pareció real: se esforzó en llenar dos platos con jamón dulce y rellenar mi copa de vino, un pésimo Zinfandel rosado. Sobrecargados de comida y vino, driblamos a los colegas ya efervescentes de alcohol, divagaciones intelectuales y adulaciones (de estudiantes de máster y doctorado que nos adoraban) y nos trasladamos a la gran terraza de madera, realmente impresionante en lo que a las vistas se refiere: más allá de la oscura vegetación de sea grapes se extendía la playa suave y fresca, y el plácido océano negro, platinado por una enorme luna blanca. Y a pocos metros, Alfredo Crepuscolo.
De reojo, observé a mi compatriota: estaba conversando tranquilamente con un par de alumnas, matriculadas como él en el máster. Era un tipo guapo, aunque de una belleza inusual, poco clásica, como si cada rasgo en sí mismo no fuera perfecto pero la suma produjera una alquimia intrigante: no era muy alto, pero tan cómodo en sus zapatos que no parecía más bajo que los demás; nada hacía pensar que se dedicara al deporte, sin embargo, ocultos por la ropa, sus hombros daban idea de fuerza, su pecho una frescura brutal, su vientre plano una tensión salvaje, sus piernas presteza y rapidez - algún animal del bosque, un ciervo tal vez, no feroz pero sabiendo defenderse, ya que tiene que defenderse todos los días; tenía una boca carnosa siempre inclinada a una sonrisa, irónica a menudo pero nunca mala, al contrario una buena sonrisa, que sorprendía por su dulzura. Sus ojos eran de un color árabe, color café, y tenía una nariz fina que parecía deslizarse alegremente por su cara, casi divertida de estar allí; su pelo, del color del whisky de malta, parecía impaciente por ser peinado, y no se cuidaba la barba -por pereza, me diría más tarde- dándole un aire indolente. Sus manos eran quizás la parte más atractiva: eran ligeras, de artista, pero surcadas de venas viriles, como esculpidas por un escultor del siglo XVIII. Confieso que lo miré (o más bien lo espié de reojo, mientras el finlandés me dominaba escupiendo moléculas de vino y jamón) con esa vaga sensación de superioridad que uno siente hacia los más jóvenes: porque yo soy ocho años mayor que Alfredo. Yo soy del ’69, él del ’77, yo vivo en América desde el ’91, mientras que él llegó allí en los albores del milenio. Tal vez sea por ese sentimiento de superioridad -que se hizo doble ante el hecho de que yo tenía una sólida cátedra, una casita frente al océano y una poderosa fila de publicaciones, mientras que él era un simple estudiante- por lo que me impactó tanto su llamada, unas semanas después de la fiesta de Sciagarone. Cuando sentimos un sentimiento de superioridad hacia alguien, esperamos, por la propiedad transitiva, que esa persona sienta un sentimiento de inferioridad equivalente; descubrir que no es así te hace caer de culo.
Por otra parte, yo no era ni soy tan imbécil como para tomarme en serio mi sentimiento de superioridad, así que mi asombro, lejos de convertirse en fastidio, se convirtió inmediatamente en placer, y con placer acepté su invitación a comer.
Pensé que iba a pedirme otro favor, pero no. Conversamos y comimos. Es decir, él comió, yo no tenía apetito: en un momento dado cogió una servilleta del servilletero y retrató uno a uno a mis compañeros de departamento, caricaturizándolos en unos pocos trazos. Tenía un talento asombroso, así que le pedí que me retratara a mí:
“No te conozco lo suficiente”, se escudó, y juro que me pareció ver que le salía algo de rubor de la frente.
“Ahora un poco más”, le dije, llevándome la copa de vino a la boca.
“Eres indescifrable. No tienes rasgos reveladores”.
“No está bien decirlo: ¿tan insignificante soy?”.
Me miró directamente a los ojos, directo al corazón, su mirada llena de ironía, y luego dijo suavemente:
“No eres fácil de caricaturizar, pero me gusta retratarte”.
“¡No te agarres a un clavo ardiendo!”. Bebí más vino, ya al ataque.
Sacó una tarjeta del bolsillo de su camisa y me la entregó. Una terraza de madera, la luna, la playa, el océano. Altoneen y yo. Él de espaldas a mí, como si quisiera devorarme junto con el jamón y el vino (tiene un plato lleno de jamón en una mano y un vaso de vino amarillo en la otra) y yo mirando hacia otro lado, en dirección al delineante, pensativamente.